Fe en tiempos de crisis

¡Que la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo sean con todos ustedes!

Bienvenidos a este espacio de reflexión dominical. En un mundo que parece girar cada vez más rápido, marcado por la incertidumbre y la volatilidad, la palabra «crisis» se ha vuelto parte de nuestro vocabulario cotidiano. Hablamos de crisis económicas, crisis climáticas, crisis políticas, crisis de salud mental y, por supuesto, las profundas crisis personales que sacuden los cimientos de nuestra existencia: la pérdida de un ser querido, la enfermedad, el fracaso o la desoladora soledad.

Como teólogo, a menudo me preguntan: ¿Dónde está Dios en medio de la tormenta? ¿De qué sirve la fe cuando el barco se hunde?

Esta no es una pregunta moderna. Es el grito que resuena desde las páginas más antiguas de la Escritura. Es el clamor de Job, sentado sobre cenizas, habiéndolo perdido todo (Job 3). Es el lamento de David en la cueva, huyendo de sus enemigos (Salmo 142). Es la angustia de Jeremías al ver su ciudad destruida (Lamentaciones).

Y es, crucialmente, la pregunta que hoy nos convoca: ¿Cuál es la importancia de la fe en tiempos de crisis?

La anatomía teológica de la crisis

Una crisis, en su raíz (del griego krisis, «juicio» o «decisión»), es un punto de inflexión. Es un momento en el que nuestras seguridades habituales se desmoronan y nos vemos obligados a enfrentar nuestra propia vulnerabilidad. La crisis despoja. Nos quita la ilusión de control, la arrogancia de la autosuficiencia y las distracciones con las que llenamos nuestro vacío existencial.

En este espacio desnudo y vulnerable, la fe no se presenta como una póliza de seguro que nos exime del sufrimiento. Creer en Dios no nos da un pase libre para evitar las tormentas de la vida. De hecho, a veces, la fe nos lleva directamente al centro de ellas.

Lo que la fe sí proporciona es radicalmente diferente: no es inmunidad, sino significado; no es escape, sino presencia; no es facilidad, sino resiliencia.

La fe como ancla (Hebreos 6:19)

La carta a los Hebreos nos ofrece una de las metáforas más poderosas: la fe es «una ancla del alma, segura y firme» (Hebreos 6:19).

Observemos la función de un ancla. El ancla no detiene la tormenta. No calma las olas ni disipa los vientos. El barco sigue siendo golpeado, sacudido y zarandeado. La tormenta es real y peligrosa. Lo que hace el ancla es evitar que el barco sea arrastrado por la corriente y se estrelle contra las rocas.

En tiempos de crisis, nuestros sentimientos son la tormenta. El miedo, la ansiedad, la ira y la desesperación nos azotan. Si nuestra vida está anclada solo a nuestras circunstancias, a nuestra salud o a nuestra estabilidad financiera, seremos irremediablemente arrastrados.

La fe, sin embargo, ancla nuestra alma no en lo que vemos o sentimos, sino en el carácter inmutable de Dios. Nos ancla en la roca que es Cristo (1 Corintios 10:4). La fe dice: «Siento que me hundo, pero sé que Él me sostiene. Veo caos, pero confío en Su soberanía».

La fe como lente (Romanos 8:28)

La crisis tiende a crear una visión de túnel. Solo podemos ver el dolor inmediato, la pérdida presente. La fe actúa como un lente correctivo, una nueva hermenéutica para interpretar nuestra realidad. No niega el dolor, pero lo recontextualiza.

El apóstol Pablo, un hombre que experimentó naufragios, prisiones, azotes y traiciones, escribe desde una confianza asombrosa: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8:28).

Este no es un optimismo ingenuo. Pablo no dice que todas las cosas son buenas. El cáncer no es bueno. La guerra no es buena. La traición no es buena. Lo que dice es que Dios, en Su soberanía redentora, tiene la capacidad de tejer incluso los hilos más oscuros y rotos de nuestra existencia en un tapiz que, al final, cumplirá Su buen propósito.

La fe nos permite ver más allá del capítulo doloroso y confiar en que el Autor de la historia sigue escribiendo. Nos da una perspectiva escatológica, sabiendo que la crisis actual no es el final del libro.

La fe como diálogo: El permiso del lamento

Un error teológico común es equiparar la fe con el estoicismo o una perpetua «actitud positiva». Esto es profundamente anti-bíblico. La Biblia está llena de hombres y mujeres de fe que gritaron, dudaron y cuestionaron a Dios con una honestidad brutal.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Salmo 22:1). Este es el Salmo que Jesús mismo cita en la cruz (Mateo 27:46).

La fe madura no suprime la duda; la lleva ante Dios. La fe no teme preguntar «¿Por qué?». Job lo hizo. Habacuc lo hizo. Habacuc, en medio de una crisis nacional inminente, se para en el muro y exige una respuesta a Dios (Habacuc 2:1).

La diferencia entre el lamento de la fe y la desesperanza del mundo es el destinatario de la queja. La desesperanza se lamenta en el vacío; la fe se lamenta a Dios. Es un acto de confianza creer que Dios es lo suficientemente grande y bueno como para recibir nuestra ira y nuestro dolor sin abandonarnos.

La fe en crisis, por tanto, no es la ausencia de preguntas, sino la negativa a dejar de hablar con Aquel que tiene las respuestas, aunque permanezca en silencio por un tiempo.

La fe como presencia: El testimonio del «Immanuel»

En el corazón del Evangelio no está la promesa de una vida sin problemas, sino la promesa de la presencia divina en los problemas. El nombre profético de Jesús es Immanuel, que significa «Dios con nosotros» (Mateo 1:23).

Pensemos en Sadrac, Mesac y Abednego (Daniel 3). Su fe no los salvó del horno de fuego; los sostuvo dentro del horno de fuego. Y fue allí, en medio de las llamas, donde experimentaron la presencia de Dios de una manera que nunca habrían conocido en la comodidad del palacio.

La fe en la crisis es la confianza de que, aunque caminemos «en valle de sombra de muerte», no debemos temer mal alguno, «porque tú estarás conmigo» (Salmo 23:4). A menudo, en la oscuridad más profunda, es cuando la luz de la presencia de Dios se vuelve más palpable. La crisis nos despoja de nuestros ídolos y nos obliga a depender únicamente de Él.

La fe como acción: más allá de la parálisis

Finalmente, la fe no es un sentimiento pasivo; es un verbo activo. En crisis, el miedo nos paraliza. La fe, en cambio, nos moviliza.

En el Evangelio de Marcos (Capítulo 4), los discípulos están en una barca en medio de una tormenta feroz. Jesús está dormido. Ellos, pescadores experimentados, están aterrorizados y gritan: «¡Maestro, ¿no te importa que perezcamos?!».

Jesús se despierta, calma la tormenta y luego les hace una pregunta teológica penetrante: «¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?» (Marcos 4:40).

Notemos algo: Jesús no critica su miedo (el miedo era una reacción humana lógica), sino su parálisis. Su miedo los había llevado a la conclusión de que iban a morir. Su fe debería haberles recordado quién estaba en la barca con ellos.

La fe en crisis no significa no tener miedo. Significa hacer lo correcto a pesar del miedo. Significa seguir remando, seguir sirviendo, seguir amando, seguir obedeciendo, porque sabemos quién tiene el control soberano sobre la tormenta. La fe es lo que nos permite dejar de enfocarnos en el tamaño de nuestras olas y comenzar a enfocarnos en el tamaño de nuestro Dios.


Aplicación práctica: anclando nuestra fe en esta semana

Hermanos y hermanas, todos estamos o estaremos en algún tipo de crisis. ¿Cómo podemos cultivar, entonces, esta fe robusta que sirve de ancla?

  1. Redefina su «Por Qué» (el lamento dirigido): Esta semana, si está en crisis, deje de lado la «positividad tóxica». Sea honesto con Dios. Escriba su lamento. Use los Salmos (como el 13, el 44 o el 88) como su guion. No le pregunte al vacío «¿Por qué a mí?», sino pregúntele a Dios con fe: «Señor, ¿qué quieres enseñarme en esto? ¿Cómo serás glorificado a través de este dolor?».
  2. Ancle su mente en la palabra, no en las noticias: La crisis nos tienta a consumir obsesivamente información (noticias, redes sociales, diagnósticos médicos). Esta semana, haga un ayuno de la sobreinformación que alimenta su ansiedad. Por cada 30 minutos que pase consumiendo noticias o redes sociales, dedique 10 minutos a anclarse en las promesas de Dios. Memorice un versículo de anclaje, como Isaías 41:10 («No temas, porque yo estoy contigo…») o Filipenses 4:6-7.
  3. Active la fe a través de la comunidad (el cuerpo de cristo): La fe nunca fue diseñada para vivirse en aislamiento. La crisis nos tienta a escondernos. Esta semana, rechace el aislamiento. Llame a un hermano o hermana en la fe. Pida oración. Pero, lo que es más importante: busque a alguien que esté en una crisis peor que la suya y sírvale. Como nos recuerda Santiago, la fe sin obras está muerta (Santiago 2:17). A menudo, nuestra propia fe se fortalece no al recibir consuelo, sino al darlo.

La fe no es un escudo mágico que nos protege de la realidad. Es el ancla firme que nos permite enfrentar la realidad, con todo su dolor y caos, sin ser destruidos por ella, sostenidos por la esperanza segura y cierta de que Aquel que comenzó la buena obra en nosotros la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Filipenses 1:6).

Que el Dios de toda esperanza nos llene de gozo y paz al creer, para que abundemos en esperanza por el poder del Espíritu Santo, incluso y especialmente, en medio de la tormenta.

Amén.